martes, 7 de septiembre de 2010

Retratos de antaño: La Luisa del Sebastián / Mentideros y rumores

Viene de aquí

La Luisa era la pequeña de Sebastián, el pastor, y la única fémina de su prole de seis vástagos. Se empeñó en tener una niña y no cejó en el intento hasta conseguirlo. Cuando nació la Luisa, se plantó. No se puede decir que fuese una chica guapa, era más bien del montón, resultona, quizá. Siempre fue muy espigada, incluso un poco flaca, comparada con otras mozas de su misma edad. Tenía el pelo castaño, un poco ondulado, los ojos grandes del color de la miel, la nariz chata y un andar gracioso. Desde muy niña le enseñaron a atender debidamente a sus hermanos: lavar y planchar la ropa, hacer las camas, cocinar, limpiar, coser... y, sobre todo, aguantar sin rechistar. La casa le ocupaba tanto tiempo, que apenas le restaban unas horas para dedicarse a sí misma. Fue a la escuela el tiempo justo para aprender a leer, a escribir y dos de las cuatro reglas. Sabía sumar y restar, lo de multiplicar y dividir, lo aprendió más adelante. 

Con veinte años cumplidos no se le conocía novio. Eso sí, algunos opinaban que era un poco "ligerita de cascos", porque, al fin y al cabo, "es la única moza que habla a solas con los hombres, ¡menudo descaro!". Era cierto. En sus escasos paseos, la Luisa se paraba a charlar con los mozos, pero no por descaro, sino porque eran amigos de sus hermanos y les conocía a todos desde cría. Fue por aquella época, con veinte años recién cumplidos, cuando la Luisa empezó a plantearse que se hacía demasiado vieja, que si se descuidaba, pasaría bien pronto a ser moza solterona, en lugar de moza casadera. La fiesta de la primavera podía ser un buen momento para encontrar candidato. Se engalanó frente al espejo, estrenó un vestido verde oliva, ceñido a la cintura, se colocó una flor de almendro en el pelo, se pintó levemente los labios y se pellizcó las mejillas.

Bajó a la plaza escoltada por dos de sus cinco hermanos. Los tres restantes habían marchado fuera a buscarse la vida, dos a la capital y otro cruzó el charco.  Sobre la tarima la orquesta ya había comenzado a tocar y como todas las mozas solteras, durante la primera hora, la Luisa bailó con unos y con otros, hasta que Juan, el Pulga, la agarró para sí y no la soltó en toda la noche. La compañía no era desagradable. Juan era un joven divertido, aseado y de buen porte. Cuando apenas quedaba media hora para que el reloj diese las doce, el Pulga se arrimó bien a la Luisa y con voz suave le susurró al oído, "anda, Luisiña, vamos a dar un paseo a la era". La del Sebastián sabía perfectamente el significado de aquella proposición, lo que conllevaba ir con un mozo a la era, al huerto, a la fuente o al palomar... Miró en derredor, sus hermanos andaban entretenidos en la barra del bar. Se dejó llevar.

El Pulga la agarró por la cintura y le condujo a la era entre carantoñas y arrumacos. Apenas se escuchaban los sonidos del baile. La luna llena rompía la oscuridad de la noche e iluminaba el camino. Ya en la era, la situación se precipitó de un modo inesperado. El Pulga perdió los papeles y comenzó a sobarla con brusquedad y sin miramientos. La Luisa se sentía sucia e incómoda. Intentó frenarlo, pero él la empujó y la tendió en la hierba. La joven gritaba y pataleaba, pero Juan estaba cegado, no tenía freno. Se quitó el cinturón, le ató las manos, le tapó la boca y se sentó a horcajadas sobre sus piernas. La Luisa, intentó calmarse, respiró hondo, estaba acostumbrada a las peleas con sus hermanos y el Pulga era bastante más liviano que cualquiera de ellos. Mordió con fuerza la mano que le tapaba la boca, con un movimiento de muñeca se libró del cinturón, y aprovechando un descuido de Juan dobló la rodilla y le propinó un fuerte golpe en la entrepierna. El Pulga quedó tendido en el suelo en posición fetal. La Luisa se quitó los zapatos y corrió como nunca antes lo había hecho. En su huída oía los gritos del Pulga, que herido en su orgullo, no paraba de maldecirla "zorra, puta, está me la pagas, del Pulga no se ríe ni su madre". La joven esquivó el baile y se refugió en casa, sin hacer ruido.

A la mañana siguiente un nuevo rumor se había extendido por el pueblo, el agresor cumplió su amenaza y se encargó de hacer correr una coplilla entre los mozos, "El Sebastián tiene una gata en celo / la monté en la era / entre paja y centeno / que no, que no fui el primero". Los hermanos de la Luisa le cerraron la boca al Pulga. El remedio fue peor que la enfermedad, la coplilla dejó de sonar, pero los rumores no cesaron, "has visto como han dejao al Pulga, eso es porque algo tienen que esconder, el que se pica ajos come, si no de qué...". La situación se hizo insostenible, la Luisa era su ojito derecho y el Sebastián pensó que la mejor manera de cerrar bocas era casándola. Concertó su matrimonio con un joven de un pueblo cercano, esmirriado y cejijunto, pero de buen fondo. La boda se celebró en mayo. Para desgracia de la Luisa, a diferencia de otras mozas, a ella con los nervios previos, le dio por comer y cogió unos kilillos de más, que dispararon todo tipo chismes en el pueblo.

Consumaron la noche de bodas, el cejijunto desvirgó a la Luisa, aunque ésta no sangró. El parto, para colmo de males, se adelantó un mes, el niño venía con prisa. La sombra de la duda, no dejó de enturbiar los pensamientos del marido, quien pese a todo, nunca le reprochó nada a la Luisa y siempre quiso al niño como propio, sin saber que realmente lo era. Cuentan, que vivieron felices y que a la muerte del Pulga, éste en su lecho de muerte, agonizante, pidió perdón a la Luisa por el daño que le había causado, por haber manchado su nombre. Al enterarse el cejijunto,  abrazó a su mujer y entre sollozos le pidió disculpas por haber desconfiado de ella. La Luisa, le acaració el cabello canoso y susurró "no hay nada que perdonar". 



Fotos: Carlos


Nota: Os debía este relato. Haré lo que pueda, pero me temo que me va a ser francamente complicado asomarme al ciberespacio este mes. Así pues, os veo en octubre, os echaré mucho de menos, qué disfrutéis!!!. ;-)

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails